Historia y leyenda
En el último año de su vida, Mozart fue abordado por un cadavérico desconocido que le ofreció una generosa retribución por componer un réquiem, exigiéndole que lo mantuviese en secreto. Gravemente enfermo, Mozart creyó que el encargo era un presagio de su propia muerte y se puso a trabajar febrilmente en lo que temía iba a ser la música de su funeral. Cinco meses después, en su lecho de muerte, Mozart, 36 años, dio sus instrucciones finales acerca del inacabado Réquiem a su pupilo, Franz Süssmayr, a quien la viuda de Mozart encomendó el trabajo. Süssmayr arregló la música de acuerdo con las intenciones de Mozart, completándola con secciones compuestas por él mismo.
David Wallechinsky & Irving Wallace
El romanticismo y la célebre película Amadeus de Milos Forman han contribuido a promover el tópico del Réquiem como paradigma trágico de las últimas semanas de un compositor incomprendido y envidiado por su entorno, desdichado y aislado del mundo. Este prejuicio, totalmente falso, esconde a un Mozart que en 1791 compuso obras de una alegría y luminosidad desbordantes, como, por ejemplo, el Concierto para clarinete y orquesta en La mayor o la que fuera su última gran obra coral catalogada: la cantata masónica Laut verkünde unsre Freude [Que proclame nuestra alegría].
De la web de L’Auditori
No se sabe con certeza si Mozart llegó a conocer la identidad del mensajero que le había encargado un réquiem, ni si realmente llegó a pensar nunca que estaba escribiendo la música para su propio funeral, aunque, sintiéndose ya gravemente enfermo, tampoco sería de extrañar que así hubiese sido. El hecho de que pertenezcan a esa época obras tan felices como el Concierto para clarinete o la Pequeña Cantata Masónica tampoco contradice la hipótesis de un Mozart muy deprimido, que cree estar siendo envenenado y que, cuando deja el Requiem por indicación de su médico, recupera temporalmente su optimismo.
Lo cierto es que aquel desconocido era un emisario del conde Franz von Walsegg, un aficionado a la música que deseaba conmemorar el reciente fallecimiento de su joven esposa y aprovechar miserablemente la ocasión para alardear de lo que carecía, pues el caballero era también aficionado a hacer pasar por suyas obras ajenas en conciertos privados, y de ahí el secretismo que impuso. Dos años después de la muerte de Mozart, el conde recibía la partitura completada por Süssmayr con la firma de Mozart falsificada, pero a los pocos días la obra era interpretada en un concierto a beneficio de la viuda, con lo cual, cuando el tramposo dio el suyo no pudo ya engañar a sus invitados.
Hay controversia respecto a las indicaciones que pudo dejar Mozart para que completasen su Réquiem y sobre si existieron notas garabateadas en otro lugar distinto de la imaginación de su esposa Constanza, interesada en minimizar la intervención del discípulo de Mozart y en no poner así en peligro el pago de la cuenta que el conde tenía pendiente, disminuyendo además el valor económico de la obra en futuras audiciones. Süssmayr acabó reclamando para sí mismo la autoría del Sanctus y del Agnus Dei y algunos especialistas rechazan que la idea de reutilizar los dos primeros movimientos para el Lux aeterna final fuese de Mozart.
Antes que en Süssmayr, Constanza Weber pensó en Eybler para completar la obra. Este compositor y amigo de Mozart, que años después sufriría una hemorragia cerebral mientras dirigía precisamente el Requiem, desistió pronto por razones que se ignoran, aunque su paso por la partitura de Mozart se hace evidente escuchando el Domine Jesu de su propio Requiem en Do Menor, con compases de los primeros y últimos versos de este primer Ofertorio, Domine Iesu Christe y quam olim Abrahae promisisti, idénticos a los de Mozart, que podemos disfrutar tras el de Eybler en una gran interpretación de Sir John Elliot Gardiner con sus huestes en el Palau de la Musica.
Del puño y letra de Mozart son el Introito, acabado y totalmente orquestado, y el Kyrie y el Dies Irae que inicia la Sequencia, prácticamente completos. También dejó detallados bosquejos del resto de la misma hasta los primeros nueve compases de su último movimiento, el Lacrimosa, así como del Ofertorio que le sigue. En la esquina de la penúltima página del manuscrito autógrafo, robada durante la Expo de Bruselas de 1958, se podía leer «Quam olim d: C:», la indicación para repetir “da capo” esa fuga al acabar el Hostias, quizás lo último que escribió Mozart. Pero según su alumno Ignaz von Seyfried, en su última noche, estuvo dándole vueltas a La Flauta mágica, que llevaba dos meses triunfando en Viena.
Tampoco sabemos si Mozart creyó haber sido envenenado, y no hay ni prueba alguna ni razón para pensar que esa fuese la causa de su muerte, algo que hoy se descarta absolutamente. Tres de las principales y más fundamentadas hipótesis responsabilizan de ello a enfermedades que tienen el nexo común de ser desencadenadas por una bacteria llamada estreptococo: la fiebre reumática, que en su fase aguda puede causar muerte por insuficiencia cardíaca, y la purpura de Schoenlein y la glomerulonefritis más común, que lo harían por fallo renal. Las tres son consecuencia de una infección previa por la citada bacteria, habitualmente una amigadalitis; de ser cierta cualquiera de las tres, Mozart habría fallecido por culpa de unas vulgares anginas. También hay quien defiende que falleció debido a los cuidados de su médico.
Además de inventarse un Mozart alocado y medio bobo, tratando de aproximarlo halagadoramente a cualquier destripaguitarras, la película de Milos Forman (adaptación para la pantalla de la obra teatral de Peter Shaffer, basada en la novela Mozart y Salieri de Pushkin que Rimsky-Korsakov convirtió en ópera) está plagada de errores e inexactitudes, y a ella debemos la revitalización y difusión universal de la teoría del envenenamiento y la atribución del crimen a Salieri, que admiraba a Mozart pero gozaba de mayor reconocimiento que él, aunque ciertamente tuvo que soportar continuas acusaciones en este sentido, y al final de su vida, en un estado de demencia, pudo incluso incriminarse a sí mismo. Otra de las falsedades de Amadeus es mostrar cómo Mozart es enterrado sin testigos en una fosa común: Parece ser que los hubo, Salieri y Süssmayr entre otros, y su entierro fue de tercera, pero no en una fosa común sino en una tumba corriente, individual, aunque de propiedad pública y que por tanto podía ser utilizada de nuevo a los diez años. De modo que tampoco es exacto que los humanos diésemos a los restos de uno de nuestros mayores genios el trato que puede verse en esa secuencia mientras el terrible Lacrimosa, interpretado por la Academy of Saint Martin in the Fields de Neville Marriner, nos llena de vergüenza.