Cuando han pasado más de cien años [ayer 104] desde su muerte –un aniversario que pasó relativamente desapercibido– la figura de Gustav Mahler (Kalisch, 7-VII-1860; Viena, 18-V-1911) sigue siendo controvertida, en gran medida por las diversas utilizaciones y manipulaciones a que ha sido sometida su figura. En vida fue un director de orquesta legendario y una figura muy poderosa en el mundo de la música europea y norteamericana, lo que restó atención a su faceta compositiva. Tras su muerte, sus alumnos y amigos –entre ellos muchos de los grandes directores de su época– siguieron interpretando ocasionalmente sus sinfonías pero con un éxito relativo. La llegada del nazismo convirtió su música en uno de los ejemplos más utilizados para explicar los defectos atribuidos a los compositores judíos –falta de talento constructivo y exceso de sensibilidad, cuando no lujuria–, y en las décadas de los cuarenta, cincuenta y primeros sesenta muy pocos directores se arriesgaban a tocar su música, aunque se desarrolló una importante tradición en Nueva York –con Bruno Walter, Mitropoulos y Bernstein– y en Rusia y los países tras el Telón de acero. En resumen, en los cincuenta años posteriores a su muerte Mahler fue más que nada un ‘capricho’ de directores de orquesta, mientras gran parte de la crítica y el público o lo ignoraba o consideraba su música, especialmente sus sinfonías, excesivamente larga y compleja.
Pero simultáneamente a esta desafección del público se desarrolló una curiosa –desde la perspectiva actual– corriente que atribuía cualidades teleológicas a su música y que explotó en los años sesenta, cuando Mahler se convirtió –o más bien se vio convertido– en precursor de la modernidad y sobre todo uno de los grandes compositores del siglo XX y sus palabras “Mis obras serán apreciadas dentro de cincuenta años” se consideraron proféticas. El mito teleológico se inició en 1912, un año después de la muerte de Mahler, con un artículo necrológico redactado por Arnold Schönberg –quien en 1908 repudiaba públicamente la música de Mahler–. La enorme cantidad de auto-referencias que puebla el texto de Schönberg muestra a ojos vista que la intención de su autor era incluir a Mahler en la galería de antepasados ilustres con la que Schönberg siempre intentó legitimar sus propias creaciones:
“Nosotros, los inspirados, debemos tener fe; los hombres simpatizarán con nuestro ardor, los hombres verán el brillo de nuestra luz. Los hombres honrarán a quien nosotros honremos, sin necesidad de que para ello tengamos que hacer nada por nuestra parte.”
Consciente de que muchas personas recordarían que sólo cuatro años antes excluía a Mahler de su propio pasado musical, Schönberg se negó a publicar la necrológica que permaneció inédita durante casi cuarenta años, hasta su publicación en Style and Idea (Nueva York, 1950). El libro de Schönberg proporcionó argumentos de autoridad a toda una corriente de pensamiento mágico alimentada por Theodor Adorno en su libro Mahler: Eine musicalische Physiognomik (Frankfurt, 1960) en el que acuña el concepto de “la larga mirada” de Mahler que perfila al compositor ya no como antecesor de la II Escuela de Viena, como pretendía Schönberg, sino como predecesor de la vanguardia serial de la época de la Guerra Fría. Según Adorno: “La objetividad de sus canciones y sus sinfonías, que de manera tan radical le separan de todo aquel arte que tiende a instaurarse en el individuo, es una especie de metáfora negativa de la inasequibilidad de la sumisión. Sus sinfonías y marchas pertenecen al ser disciplinado, que orgullosamente se somete a todos y cada uno de los detalles de lo particular. Antes bien, se concentran en una guardia de emancipados a los que, en medio de la ausencia de libertad, sólo les queda clamar como una comitiva de fantasmas. Toda la música de Mahler es una revuelta: como la misma etimología del título de una de sus canciones, llama a resucitar”
A pesar de su obvia vacuidad retórica, el libro de Adorno fue acogido con entusiasmo por Boulez, Stockhausen y buena parte de la vanguardia políticamente correcta pues les proporcionaba una nueva legitimación enormemente útil en las especiales circunstancias de la Guerra Fría cultural en plena crisis de los misiles. Por otra parte, la difusión de Mahler de Adorno en el mundo anglosajón coincidió con las revitalización realizada por Bernstein de la tradición interpretativa de las obras de Mahler por la Orquesta Sinfónica de Nueva York, que fue el punto de partida de las grandes ediciones fonográficas de las integrales mahlerianas y del asentamiento de la música de Mahler en el repertorio internacional. Por lo que se refiere a España, las teorías de Adorno fueron acogidas acríticamente y se divulgaron maquilladas con la correspondiente retórica franquista. Menos retórica, sin embargo, que la utilizada por Karlheinz Stockhausen en 1972, quien directamente lo ‘diviniza’: “Mahler es un ser universal en el que todos los senderos convergen. Mahler es un mito. Mahler es la música, la que llamamos suya que de hecho pertenece a todos nosotros. Mahler fue, sólo transitoriamente, un ser humano.”
Los años setenta y ochenta del siglo pasado fueron un auténtico boom mahleriano, de repente se descubrió a un gran compositor cuyas obras habían permanecido prácticamente ocultas para dos generaciones. No es fácil para nuestra mirada post-posmoderna entender la fiebre mahleriana de esos años, el entusiasmo, casi veneración, con que los públicos acogían los que para ellos eran ‘estrenos’ de sus sinfonías, el fervor con que se leían las extensísimas biografías –en varios volúmenes– que le dedicaron Donald Mitchell y Henri-Louis de la Grange, y en España la mucho más asequible de José Luis Pérez de arteaga (Salvat, 1986).
Los últimos veinte años han sido mucho más moderados respecto a la figura de Mahler, aunque en España, con la creación en los noventa de numerosas orquestas sinfónicas, gran parte de este fervor mahleriano se ha prolongado coincidiendo con los estrenos ‘locales’ de sus sinfonías. Creo que muchos de los que hoy asistimos a este concierto tenemos aún muy presente el orgullo con que acogimos los primeros ‘mahler’ tocados por ‘nuestra orquesta’.
¿Qué nos queda entonces de Mahler, si le sacamos todos esos añadidos? Pues uno de los creadores de la técnica de dirección orquestal –tal como hoy se concibe–, un innovador de los criterios de gestión en la Ópera de Viena y en la Metropolitan Opera de Nueva York, y sobre todo –puede parecer poco, pero es mucho– nueve sinfonías y media docena de ciclos de canciones. Si Mahler se ha erigido como un canon del sinfonismo occidental –y es unánimemente aceptado– se debe a las extraordinarias cualidades de su música, por más que en su difusión, intermediación y recepción hayan interferido tantos elementos ajenos a su música. Mahler no es un dios, pero sí uno de los últimos grandes compositores de la tradición austro-germánica que consiguió, en palabras de Paul Banks, “refertilizar la sinfonía con canciones y descubrir nuevos sistemas melódicos, tonales, texturales y formales aptos para soportar las estructuras más expansivas, y nuevas combinaciones instrumentales que ampliaron los recursos orquestales.” (1980).
Su grandeza no ha estado en ser un imposible profeta del futuro musical más marginal, sino en haber sido un lúcido testigo e intérprete de la cultura y la sociedad de su tiempo, la Belle Époque. Mahler es un legítimo heredero de Brahms, Chaicovski y Dvorák y su modernidad consistió principalmente y antes que nada en observar el pasado de la música y reelaborarlo integrando la tradición en su propia música. La ventaja de Mahler sobre sus contemporáneos vino dada por su profesión de director de orquesta, que le proporcionó un conocimiento directo y profundo del gran repertorio –que Mahler tanto contribuyó a ampliar y revisar– y la oportunidad de probar y experimentar combinaciones instrumentales, dinámicas, texturas y efectos sonoros que utilizaría generosamente en sus composiciones.
Maruxa Baliñas, musicóloga. Notas del programa del Concierto de la OSCYL del 5 y 6 de Febrero de 2015 en el Auditorio Miguel Delibes de Valladolid, Segunda Sinfonía de Mahler.
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La història, (quasi) sempre acaba posant a les persones en el lloc que els pertoca.
Una abraçada
…quan les onades es van calmant, oi?
Gracias; nunca me aclaro con Malher, quiero decir que no sé muy bien qué pienso de su música. Es mi ignorancia, claro. Tu artículo dispersa varias nubes, aunque todavía no entiendo por qué se dice de él que «está sobrevalorado». A mí, la inclusión de canciones en sus sinfonías me parece inestimable como lo es la 3ª de Gòrecki. En fin, lo dicho, gracias.
Gracias a tí por comentar, ten claro que «mi» artículo lo firma una musicóloga, a quien yo también agradezco esa visión histórica que le desmitifica un poco, y ese párrafo final donde resume lo que considera su grandeza. Yo tampoco creo que esté sobrevalorado, otra cosa es que a veces somos un poco mitómanos, véase lo que dijo Stockhausen. Y la inclusión de canciones, fundamentales en sus primeras sinfonias, está sin duda en su haber, nunca en el debe.
Muy sorprendido por la no alusion a la contribución de Luchino Visconti.
Y para quien lo adoraba y tal vez todavia adora -que no es mi caso- la pública afeccion de Alfonso Guerra.
Y sobre los años más recientes no creo que haya bajado el «sufflé»: el maestro Pablo González ha programado Mahler con gran insistencia y devoción en Barcelona al frente de la OBC. Las grandes orquestas que pasan por Barcelona siguen llenando cuando programan Mahler.
Y los estudios del musicólogo Joan Grimalt hay que tenerlos muy en cuenta y son de «los últimos diez años».
Añado Chaicovski (porqué no Chaicovsqui?) a mi colección de transliteraciones del apellido de este señor.
Pero no creo que el «sufflé» se mantenga artificialmente, o por snobismo. ¿Qué dice Grimalt?
También a mi me sorprendió lo de «Chaicovski». Para el filtro de respuestas del quesesto, es mortal.
Quizás no he entendido bien el artículo. Me ha parecido que habia la afirmación de que los últimos años habian rebajado el fervor por Mahler (el sufflé). Y me parece que no es así.
Grimalt dice muchas cosas pero es un rendido admirador de Mahler, objeto de su tesis doctoral.
Creo que rebaja el fervor «añadido» por fenómenos paranormales como esos a los que aludías, y es en ese sentido en el que también a mí me ha sorprendido. Pero el párrafo final, humanizándolo, lo deja a la vez por por las nubes, y, en mi opinión, mucho de lo que compuso, lo merece.
Dos hechos determinantes, sin duda, pero ya sabes lo de Agamenón y el porquero, y no lo digo por Visconti…
Me ha gustado mucho el articulo de Maruxa Baliñas. Yo creo que la importancia de Mahler es incuestionable y sus sinfonias y canciones son de gran impacto en la historia de la música clásica. Siempre he establecido un paralelismo con Wagner. Creo que podríamos concluir que ambos, en su «especialidad» desarrollaron de manera personalísima, genial y única géneros que precisamente por su enorme calidad y personalidad no tuvieron continuación. Y quién piense en Xostakovitx o Strauss para uno y otro creo que acierta en la genialidad, pero no en el modelo musical seguido. También creo que en la actualidad el sinfonismo de Mahler es el que más atrae, o dicho de otra manera, el que concita más «pasión». Por algo será.
Si acaso, veo más la continuidad en Strauss que en Shostakovich. Me gustó también mucho el artículo, muy ponderado, como tus comentarios