Fay Wray recuerda en una entrevista su época dorada como actriz en el Hollywood de los años treinta. Entonces en las calles aún había geranios y olorosas naranjas, los estudios eran construcciones hechas de madera y el dinero no era el único mandamiento. Refiriéndose a su participación en King Kong cuenta cómo ella siempre prefirió (frente a la interpretación mítica) la idea de King Kong como un ser que arrancado de su medio se defiende aturdida y oscuramente. En la célebre escena en que la sostiene en su mano y la va desnudando, ella misma se había roto el vestido para facilitar la labor del rodaje y durante el tiempo que duró en el estudio reinó el silencio más absoluto. El milagro de la escena está precisamente en esa atención demorada, en el cuidado que el gorila pone en sostener a la muchacha, como si se tratara de una flor delicada y extraña, venida de otro mundo, con la que no sabe qué hacer. Igual que habría hecho el más atento de los naturalistas.
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