

Don Giovanni es, quizá, junto con Tristán e Isolda de Wagner, la más genial incursión en el éros pasional. El que nos constituye, y a la vez nos destituye y destruye. El que azuza nuestro querer con la tea encendida de un deseo inextinguible. Por esta razón ambas óperas hermanas y antagónicas rivalizan con escasa competencia en la capacidad perturbadora que provocan sobre nuestros sentimientos y formas de vida. Corroen e iluminan a un tiempo nuestros hábitos morales.
No es casual que dos de las mejores óperas versen sobre la pasión y el compromiso pasional (en ambos casos letal, mortal, definitivo). Constituyen la cara y la cruz de la misma moneda, o la luz y la sombra de un mismo deseo siempre vivo. Don Giovanni, según propia confesión, no puede vivir sin su pasión, que es para él más necesaria que el aire que respira y el pan que come. Y Tristán e Isolda, a través del filtro de amor, sustituto del filtro de muerte, han hermanado para siempre su destino pasional compartido por encima de la vida y de la muerte.
Don Giovanni, en la ópera mozartiana, con su carácter carnavalesco y festivo, atestiguado por el desorden que perpetra desde esa declaración de principios que constituye su célebre «aria del champagne» (denominación popular de «Fin ch’han del vino »), va deslizando ese escenario enmascarado hacia un fondo trágico que a la postre le implicará en una inaplazable cita con su propio destino letal, mortal.
En ambos casos, por rumbos antitéticos, y a partir de elaboraciones estéticas radicalmente distintas, se acaba produciendo el compromiso pasional, o la pasión que alcanza su engagement radical a vida y muerte, y que se manifiesta en su carácter insistente, repetitivo, recurrente. Una pasión que se apodera del sujeto, Tristán, Isolda, Don Giovanni (y en diferentes y matizados registros, Doña Elvira y Doña Anna), y que de tal modo lo posee que éste queda plenamente dominado y enajenado, o prendido en esa posesión pasional; o prendado del ambiguo atractivo y seducción que posee siempre La Pasión (cuando se comprende en su naturaleza esencial, radical, capaz de conceder sentido e imantación a nuestra identidad y carácter; Pasión en letras mayúsculas).
El seductor ha sido previamente seducido por su propia pasión, por La Pasión: la que hace de Don Giovanni un Burlador de todas las leyes y costumbres que regulan los hábitos amorosos; o la que hace de Isolda y de Tristán los transgresores nocturnos de las leyes matrimoniales que rigen las ilusiones diurnas, según la inversión de valores (de Noche y Día) que la ópera de Wagner escenifica.
Isolda asciende hacia el cielo, al final de la ópera, en olas letales de sublime voluptuosidad, abismándose en el Infinito (del deseo; de la pasión). Don Giovanni se hunde en su cita con el Comendador, envuelto en abismos de azufre y carbón encendido, tragado por las fauces del infierno, que abre el suelo terrenal para deglutirlo con sádica voracidad.
En la ópera wagneriana los protagonistas se concentran en ese único e infinito amor que les atañe e identifica, y que trasciende y traspasa todas las convenciones diurnas: un infinito cualitativo de intensidad, en lugar de expresar, como en el arquetipo viviente forjado por la ópera de Mozart, un infinito extensivo y cuantitativo, que se desparrama horizontalmente por el colectivo entero de todas las mujeres, tomadas en la más estricta individualidad y en la más rigurosa sucesión (…) De ahí la necesidad de que se lleve puntilloso registro notarial de esa sucesión aritmética de grandes números (seicento e quaranta, duecento e trentuna, cento, novantuna, mille e tre). En la ópera de Mozart, Don Giovanni se desparrama en los abismos horizontales de la extensión y la cantidad, sin dar tregua a su pasión, día y noche en la labor (sin descanso, sin dormir), como confiesa con sorda protesta Leporello en su primera aria, harto de tanta fatiga, pero fascinado de su tarea de testigo contable de las fechorías de su amo;
siendo especialmente relevante el listado numérico de esa contabilidad, como lo atestigua la célebre aria de Leporello, lista en mano, ante Doña Elvira.