
Cabaña de Steinbach, a orillas del lago Attersee en Austria, donde Gustav Mahler compuso su Tercera Sinfonía
El teórico propietario del título de «Adagio de Amor» de Mahler sería el famoso Adagietto de la Quinta con el que el compositor se declaró a Alma, pero el amor expresado por esa música es de la variedad doliente, del que sufre por el rechazo o la pérdida antes de ser disfrutado. Otros grandes Adagios, los de la Novena y la Décima, pertenecen si acaso a la variedad mística, de modo que, hablando de amor con minúsculas humanas, deben ser excluidos. Nos quedamos pues con el señalado explicitamente por Mahler al subtitularlo “Lo que el amor me dice”, el movimiento final de su Tercera Sinfonía, una barbaridad cuya situación, al final de una obra que exige total concentración durante hora y media, no le ha facilitado la notoriedad que merece.
Sin embargo, aunque es imposible no evocar en ese Adagio la cumbre del amor en la historia de la música, la Liebestod de Isolda, parece como si Mahler, al revés que Wagner, no se conformase con alcanzar un definitivo orgasmo metafísico personal sino que lo rodeara o se impulsara en él buscando una proyección cósmica colectiva, la trascendencia de la humanidad a algo superior a través de ese amor. Eso es lo que puede sentir cualquier oyente no informado; los informados, además de advertirnos que el subtítulo ya iría por ahí, cuentan que Mahler quiso expresar el Wille de Schopenhauer, la fuerza motriz de la voluntad de vivir de que el filósofo habla en “El mundo como voluntad y representación”. Otra cosa es que lo lograse, o que, cien años después estemos preparados para entenderlo. Veinticinco intensísimos minutos bastan para hacerse una opinión. La interpretación de Esa-Pekka Salonen y la Philharmonia Orchestra es magnífica.
Disfruto con toda la obra sinfónica de Mahler, y con la Tercera la que más. Y su movimiento final, excelso, es la culminación maravillosa de la obra.
Yo empecé admirando la primera, luego fué la segunda, ahora la tercera… 😀