El programa del concierto no decía nada de las quemaduras que a los 15 años sufrió Augustin Hadelich, comprometiendo su futuro profesional y dejándole llamativas e indelebles señales en el rostro; en los programas no hay biografías de los artistas sino circunspectos curriculums vitae, lo cual es tan correcto como frustrante. Pero escuchando su Concierto de Mendelssohn, la pasada semana en el Delibes, era imposible no sentir un escalofrío adicional al recordar la película de Cocteau o el sufrimiento del fantasma de la ópera, para acabar, abrumados por la calidad de su interpretación, reflexionando sobre los cánones de belleza y los prejuicios que desmonta el arte.
Augustin Hadelich tendrá que soportar toda la vida sus cicatrices y los comentarios que suscitan y que, como este, roban tiempo y espacio al reconocimiento que merece su arte. Lo mismo que le sucede a Thomas Quasthoff o a la percusionista Evelyne Glennie, cuya valía está muy por encima de la aparatosidad de las lesiones que la talidomida causó al cantante o del asombro que produce saber que ella es prácticamente sorda, trivialidades al lado de su arte, que sin embargo cuestionan los juicios sobre su calidad. Porque ni la fama de Quasthoff debe nada a su focomelia, ni la de Glennie a la dificultad que supone su sordera, como, en el otro extremo, y a pesar de que no todo en el monte es orégano, no debe nada la fama de la violinista Janine Jansen, a su belleza. Seguirán apareciendo en las críticas y en las primeras líneas de las enciclopedias, se comentará entre los aficionados, pero en el escenario, cuando hay arte de verdad, todo eso son trivialidades. Y en el escenario, Augustin Hadelich, huyendo de recursos pirotécnicos, toca tan bien y con tanta emoción que lo que no se nota es que es un virtuoso.