


En el mundo vienes, y de Praga, de Wolfgang Amadeus Mozart, impera todavía un Ancien Régime en pleno proceso de derrumbamiento, pero en el que el alud que se va formando en su caída encuentra siempre la “ralentización” provocada por multitud de remansos y recodos de la ladera. (…) Don Giovanni se aviene a las mil maravillas con ese mundo indolente, en descomposición siempre anunciada pero nunca del todo consumada. Pero algo se ha perdido (la inocencia) en esa década prodigiosa, 1780-1790, de grandes operas surgidas como presagio vienes-pragués a los acontecimientos parisinos.
Fígaro, Las bodas de Fígaro, representa la igualdad suavemente proclamada. La misma que en un registro acido proclamará Cosí fan tutte, en referencia a la común propensión de Ellos y Ellas a la infidelidad. Don Giovanni entona el segundo de los gritos de combate revolucionarios, el Viva la liberta! (pero en el más perverso de los escenarios y en boca del más ambiguo de sus posibles voceros). Y por último La flauta mágica será el cántico de buena ley de la fraternidad, con su carácter de utopía necesaria, de hermandad masónica, o de anticipo conmovedor de una nueva humanidad regida por nuevos valores (los que destierran para siempre el ansia y anhelo de venganza). Los mismos valores que encarnará del más hermoso modo la figura central de esa extraordinaria opera testamentaria, tan infamemente comprendida, y tan escasamente gozada: La clemenza di Tito.