Esta idea de la muerte se instaló definitivamente en mí como un amor. No es que yo amase a la muerte, la detestaba. Pero, después de pensar en ella de cuando en cuando como en una mujer a la que no amamos, ahora el pensamiento de la muerte se adhería a la capa más profunda de mi cerebro tan profundamente que no podía ocuparme de una cosa sin que esa cosa atravesara, en primer lugar, la idea de la muerte, y aunque no me ocupara de nada y permaneciera en un reposo completo, la idea de la muerte me daba una compañía tan permanente como la idea del yo.