Al dominio de Beethoven a lo largo de la modernidad postilustrada -que incluye el Romanticismo, el Postromanticismo y las grandes corrientes de estética musical del Novecientos- se responde en las ultimas décadas con la elevación de Mozart al Olimpo Postmoderno*.
* Ya el Neoclasicismo, en especial Igor Stravinski, constituyo un adelanto en esta dirección. La década de los años veinte parece presagiar la crisis de la modernidad y de las vanguardias de los años ochenta del pasado siglo. Las invectivas de Stravinski contra Beethoven, responsable a su entender de la música romántica, y de su énfasis en la emoción y la expresión (dos palabras prohibidas por la estética y la poética stravinskiana de su periodo neoclásico), son bien conocidas.
Hoy, todo Mozart, produce al parecer una conmoción mas nuclear, o una emoción mas espontanea que la totalidad de la obra de Ludwig van Beethoven (de la cual se pone siempre a salvo su producción tardía: sus últimas sonatas y cuartetos) (…) Todo Mozart enciende y enardece… mientras que, (…) el estilo heroico propio y característico del llamado “periodo medio” de Ludwig van Beethoven cotiza algo a la baja. No encaja del todo bien con las sensibilidades contemporáneas, algo ambiguas en cuestiones sexuales, estéticas y morales. El modo afirmativo, extraordinariamente viril de la música de Beethoven se aviene peor con las sensibilidades ambivalentes y hermafroditas de nuestro tiempo que la música de Wolfgang Amadeus Mozart (…) una música (…) en cuyos momentos más sublimes y solemnes (…) puede advertirse cierta disposición cercana al mito de Eco y Narciso: una sensualidad estremecida en el deleite del propio hallazgo que suscita de forma espontanea la repetición de la frase musical en forma de eco: lo que produce en el receptor un placer estético inmenso.
Los oídos actuales, hipersensibles a todo gesto impostado, pueden sentirse amedrentados o enfriados ante las gesticulaciones teatrales que se advierten con suma frecuencia en Beethoven. Y no es que a la sensibilidad de hoy le disguste la gesticulación teatral, incluso exagerada hasta el absurdo. Solo que esa característica neobarroca del gusto contemporáneo exige siempre del que propende a una actitud de perpetuo poseur una condición inexcusable: la ironía que se descarga a tiempo sobre el propio sujeto sorprendido en el acto mismo de su enervante propensión al más salvaje histrionismo. De manera que la pretensión de fantaseada grandeza quede siempre corrompida por la carcajada del comediante que a la vez la eleva hasta lo descomunal y la derrumba en el más desolado vacio.
Fortunato l'uom che prende
ogni cosa pel buon verso,
e tra i casi e le vicende
da ragion guidar si fa.
Quel che suole
altrui far piangere
fia per lui cagion di riso,
e del mondo in mezzo
ai turbini bella calma
troverà.
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Afortunado el hombre que toma
las cosas por su lado bueno
y en todos los casos y sucesos
se deja guiar por la razón.
Aquello que hace llorar
a los demás para él será
causa de risa,
y en medio de los torbellinos
del mundo encontrará una calma
agradable.
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Con lo cual queda explicada la razón por la que se fueron creando, desde principios de los años sesenta, las condiciones de recepción de la música de Gustav Mahler, un compositor cuya nitidez y transparencia parece sepultar de un solo trazo todo un siglo de sonoridad romántica y postromántica. Un siglo de imperio beethoveniano. Parece como si, de pronto, por caminos extraños y laberinticos, nos reencontráramos con el universo sonoro del primer clasicismo vienés, con Mozart y sobre todo con Haydn (con sus Landler, con sus temas de sabia estilización de un sustrato rustico, campesino, casi infantil).
Gustav Mahler presagia a través de su sabia ironía, o de su uso resabiado de temas triviales e infantiles, o de sus peculiares recreaciones de música de moda (valses, tangos, habaneras), el futuro neoclasicismo, y su peculiar modo ironico de radicalizar la modernidad (o de presagiar la crisis de esta). Esa auto-ironía “neoclásica”, unida a la calidad corrosiva del timbre, tan presente en Mahler,
constituye el Requiem Aeternam dona eis, Domine que el siglo XX entona a las tradiciones románticas y postrománticas que tuvieron en Beethoven su padre fundador.