“¿Era una bestia si la música le conmovía tanto?” Con esta cita de La transformación de Kafka se abre Cómo Shostakovich me salvó la vida (Antoni Bosch, 2021), la crónica en la que el periodista y crítico musical inglés Stephen Johnson cuenta cómo la obra del compositor ruso le ayudó a evitar el suicidio. Diagnosticado en tres ocasiones de trastorno bipolar e hijo de una madre desequilibrada, Johnson cuenta cómo desde los trece años algunas piezas duras y difíciles de Shostakovich le permitieron escapar de la desesperación y la locura a la que parecía condenado.
El poder terapéutico de las artes –y de la música en particular– es uno de sus más impenetrables misterios. Johnson trae a colación diversas investigaciones que se han hecho al respecto en el campo de la neurociencia. Pero los resultados son a menudo insatisfactorios y muy poco convincentes. Siempre que se habla del funcionamiento del cerebro para explicar nuestra reacción emocional frente a la música o cualquier otro arte, uno tiende a bostezar. Ted Hughes sostenía que la poesía era una forma oculta y ancestral de curación. Como el chamán, el poeta cura a sus lectores –a su tribu– sanándose primero a sí mismo mediante una restauración del equilibrio entre el mundo interior y el exterior, después de un viaje a las profundidades del alma en busca del pozo de la energía curativa.
Sea como sea, lo cierto es que muchos han reparado su salud mental a través del arte. Julien Green recuperó la fe después de haber leído dos versos de George Herbert, el poeta metafísico inglés: “Methought I heard one calling Child / and I replied My Lord” (“Me pareció oír a alguien diciendo Hijo / y yo contesté Mi Señor”). T. S. Eliot inició su proceso de restitución espiritual tras escuchar el segundo movimiento del cuarteto opus 132 de Beethoven, una pieza que el propio compositor escribió después de una larga enfermedad y en agradecimiento a Dios por haberse salvado, según dejó escrito.
Y Wittgenstein confió a un amigo que un movimiento del tercer cuarteto de cuerda de Brahms le había impedido suicidarse en más de una ocasión.
Stephen Johnson se pregunta por qué la música más desgarradora y violenta del siglo XX le salvó la vida. Y no hay respuesta para ello, sino tan sólo la evidencia de la luminosa afirmación que la obra de Shostakovich le ayudó a formular. En ese sentido, la universalidad de la música es otro de sus misterios. ¿Cómo puede una música escrita por un ruso bajo la dictadura de Stalin llegar a transformar a un ciudadano inglés educado en una vieja democracia y aquejado de un trastorno depresivo? ¿Por qué la música trasciende siempre sus condicionantes históricos? ¿Será porque es a la vez presente y origen, la manifestación más honda de la conciencia? Si uno lee lo que Bruckner imaginaba mientras componía sus sinfonías, se le cae el alma a los pies. Parece un niño imaginando tontas gestas medievales. Y sin embargo, de esa ingenuidad surgió la música devocional más honda y turbadora de nuestra cultura, comprensible tanto en Sankt Florian como en Tokio.
El caso de Shostakovich es particularmente dramático y elocuente. Durante toda su vida, el compositor se mantuvo en una angustiosa ambigüedad con respecto al régimen soviético al que se vio obligado a servir. Pero la irreductible naturaleza abstracta de la música le dio una libertad que muchos otros colegas no pudieron permitirse en otras artes. La poesía de Ana Ajmátova, por ejemplo, fue prohibida. Y la pintura de Malevich confiscada. Shostakovich, en cambio, se las arregló para disimular sus verdaderas motivaciones sin traicionarse a sí mismo, aunque tampoco se libró de la censura y de la amenaza, que fueron constantes, hasta extremos paranoicos.
El resultado es una obra que define, acaso como ninguna otra, el siglo XX en su dimensión a la vez épica, trágica, lírica y cómica. Sus quince sinfonías, sus quince cuartetos de cuerda, su quinteto de piano, sus veinticuatro preludios y fugas y sus conciertos para chelo, sobre todo, constituyen la más atrevida indagación en torno al terror, la guerra, el vacío espiritual, la necesidad de humor (hay pocos compositores tan humorísticos como él, un rasgo que heredó de Mahler) y la fe en la vida.
Andreu Jaume. Shostakovich y el arte como terapia (I). Crónica global.El español.com.
Pues aquí en Barcelona ya llevamos 3 años sin Shostakovich. Ni Auditorio, ni Palau ni nada. 😦
Muy interesante lo que escribe Andreu Jaume. Es un asunto muy complejo. Mi experiencia personal, es que la música me ha sido terapéutica para las vivencias cotidianas, tanto positivas como negativas. No obstante, con una fuerte depresión de hace algunos años, no escuchaba nada de nada de música. Es más, la evitaba. No asistía ni a conciertos aunque tuviera entrada y si por alguna razón iba se me hacía un tormento no disfrutar de lo que escuchaba y deseaba que la obra acabara lo antes posible. Me sucedió, por ejemplo, con la novena de Bruckner. Lo curioso es que en salir de la depresión volví a la música con más fuerza aún. Y recuerdo perfectamente, en los días que salía del pozo, que acudí a un concierto y sonaba la cuarta de Bruckner, también Bruckner. Recuerdo que me sentía metido en la música, arrebatado por ella, y al llegar la coda del último movimiento, esa coda, esa coda me hizo exclamar: «Josep, estas curado!»
P.S. Ah, y haber escrito esto también, también es terapéutico! 🙂
😀
Con una depresión de las de verdad, lo normal es lo que cuentas tú.
A tu salud!
Tocada así, o te cura o te mata.
Me curó, me curó!👍✌👌😄
Qué barbaridad!