Dickens según Zweig ®

No, no hay que preguntar a libros y biografías cuán amado fue Charles Dickens de sus contemporáneos. El amor sólo alienta en la palabra hablada. Hay que dejar que nos lo cuente alguien, mejor un inglés que con sus recuerdos de juventud todavía pueda retroceder hasta la época de los primeros éxitos, uno de aquellos que después de cincuenta años no hablan de Charles Dickens como el autor de Pickwick Papers, sino que sin vacilar se refieren a él con el viejo apodo de «Boz», más familiar e íntimo. Por la emoción y la nostalgia del recuerdo podemos medir el entusiasmo de miles que acogían con impetuoso encanto las azules entregas mensuales de las novelas que hoy, ejemplares rarísimos de bibliófilos, amarillean en cajones y estantes. Uno de estos old dickensians me contó que el día de reparto del correo eran incapaces de esperar al cartero en casa, que al fin llegaba con el nuevo cuaderno azul de Boz en la bolsa. Lo habían estado esperando hambrientos todo un mes, con el alma en vilo y discutiendo si Copperfield se casaría con Dora o con Agnes, celebrando que Micawber tuviera que hacer frente a una nueva crisis—¡de sobra sabían que la superaría heroicamente con buenas dosis de ponche caliente y buen humor! —, ¿y ahora tenían que esperar a que llegara el cartero en su perezoso carro y les trajera la solución de todas estas alegres charadas? Imposible, no podían esperar. Y todos, jóvenes y viejos, año tras año recorrían dos millas el día señalado para ir al encuentro del cartero y tener el cuaderno sólo unos minutos antes. Empezaban a leerlo ya por el camino de regreso, unos mirando las páginas por encima del hombro de otros, unos cuantos leyendo en voz alta, y sólo los más bonachones echaban a correr para llevar rápidamente el botín a la mujer y los niños. Como esta pequeña ciudad, todos los pueblos, todas las ciudades, todo el país y más allá, el mundo inglés establecido en todas las partes del mundo adoraba a Charles Dickens, lo amó desde el primer encuentro hasta el último instante de su vida. Nunca en el siglo XIX hubo en parte alguna una relación tan Íntima e inquebrantable entre un escritor y su pueblo. Su fama echó a volar como un cohete, pero no se apagó, permaneció como un sol brillando inalterable sobre el mundo. Del primer cuaderno de Pickwick se imprimieron cuatrocientos ejemplares; del decimoquinto, ya cuarenta mil: su fama se extendió en su época con la fuerza de un alud. Rápidamente se le abrió el camino hacia Alemania, cientos y miles de cuadernillos de perra gorda sembraron risas y alegría incluso en los surcos de los corazones más áridos; hasta Estados Unidos, Australia y Canadá viajaron el pequeño Nicolás Nickleby, el pobre Oliver Twist, y los miles de otras criaturas de este autor inagotable. Hoy ya son millones los libros de Dickens que circulan por el mundo, en volúmenes grandes, pequeños, gruesos y delgados, en ediciones económicas para los pobres y en la de lujo publicada en Estados Unidos, la más cara que se haya hecho jamás de un escritor (trescientos mil marcos, creo que cuesta esta edición para millonarios); pero en todos los libros anida hoy como ayer la misma risa bendita que levanta el vuelo como un pájaro gorjeante tan pronto como se vuelven las primeras páginas. La popularidad de este autor no ha tenido parangón en ninguna época: si no aumentó en el curso de los años fue simplemente porque la pasión llegó al límite de lo posible. Cuando Dickens se decidió a leer en público, cuando apareció por primera vez cara a cara ante sus lectores, Inglaterra fue presa del delirio. La gente asaltó la sala, la llenó hasta los topes, algunos entusiastas se colgaron de los pilares, otros se arrastraron bajo la tribuna, sólo para poder oír al adorado escritor. En Estados Unidos la gente durmió sobre colchones extendidos ante la taquilla las noches más rigurosas de invierno y los camareros le traían comida de los restaurantes cercanos, pero la aglomeración fue imparable. Todas las salas resultaban demasiado pequeñas y finalmente se tuvo que acondicionar una iglesia de Brooklyn como sala de conferencias para el escritor. Desde el púlpito leyó las aventuras de Oliver Twist y las historias de la pequeña Nell. Su fama no era fruto de una moda pasajera; arrinconó a Walter Scott, durante toda la vida hizo sombra al genio de Thackeray, y, cuando la llama se extinguió, a la muerte de Dickens, el mundo inglés entero se resquebrajó. Gentes desconocidas comentaban entre sí la noticia en la calle, la consternación se apoderó de Londres como después de una batalla perdida. Lo enterraron en la abadía de Westminster, el panteón de Inglaterra, entre Shakespeare y Fielding; miles de ciudadanos se agolparon ante su sencilla sepultura, que permaneció durante días inundada de flores y coronas. Y todavía hoy, después de cuarenta años, es raro pasar por allí sin encontrar flores depositadas por manos agradecidas: la fama y el amor no se han marchitado en todos estos años. Hoy como entonces, cuando Inglaterra puso en la mano del todavía oscuro escritor la inesperada e inimaginable fama universal, Charles Dickens sigue siendo el narrador más querido, festejado y encomiado del mundo inglés.

Stephan Zweig. Tres Maestros. Balzac, Dickens, Dostoievski.

® Hace diez años: Charles Dickens, 200 años

 

 

 

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Acerca de José Luis

Las apariencias no engañan
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2 respuestas a Dickens según Zweig ®

  1. josepoliv dijo:

    Qué bien lo explica Zweig todo!

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