En enero de 1905 firmaba Rubén Darío el prólogo a un curioso libro en el que, siguiendo el camino emprendido por Los poetas malditos de su admirado Verlaine, levantaba apasionada acta de los héroes literarios del simbolismo. En Los raros, la prosa del nicaragüense nos acerca hasta hacer casi tangibles las figuras de maestros indiscutibles como Poe, Verlaine o Ibsen, nombres importantes que mantienen su prestigio como L’Isle-Adam o Lautréamont y autores famosos en su tiempo y ahora casi olvidados como Leconte de Lisle, Bloy, Richepin o Moréas al lado de otros hoy desconocidos: Dubus, Hannon, Nordan, Mauclair. Entonces como ahora los grandes nombres acabaron ocultando la memoria de los otros.
Pero la auténtica dimensión artística de una época no se plasma sólo a través de los autores considerados imprescindibles. A su lado se encuentran esas discretas figuras de segunda fila, quizá no tocadas por la mano del genio pero sin las cuales el conocimiento de ese período quedaría decididamente incompleto.
Tomando el ejemplo de Darío, en Los Raros tratamos de recuperar esta memoria musical eclipsada, de rescatar -y en muchos casos descubrir- la obra de esa infinidad de músicos que por muy diversas razones permanecen hoy oscurecidos, condenados a un injusto olvido o simplemente ignorados pero sin cuyo conocimiento el fascinante archipiélago de la música se vería privado de muchas de sus islas, acaso menores pero siempre dignas de ser visitadas y capaces de proporcionarnos muy agradables sorpresas.
Juan Manuel Viana
A tan estupendo título y presentación, no podía acompañar una mejor sintonía que el Himno a la Justicia, op. 14 de Albéric Magnard, y no porque pida justicia para los olvidados, sino porque es un ejemplo perfecto de la música que quería recuperar el programa, una pieza tan magnífica como ignorado es hoy su autor. Magnard, un acomodado pero inquieto idealista parisino nacido a finales del siglo XIX que se convirtió en héroe nacional al morir durante la Primera Guerra Mundial defendiendo de los alemanes su propiedad en un pueblo de Oise, dejó una producción no muy numerosa en la que destacan cuatro sinfonías, un par de óperas, una sonata para violín que interpretaba a menudo Ysaye y este vibrante Himno a la Justicia inspirado por el caso Dreyfus que sorprende iniciándose con un acorde que no es un recuerdo sino un antecedente del que abre la Danza Infernal de El pájaro de fuego de Stravinsky (el himno es de 1902 y el ballet de 1910) para desarrollar luego en forma de sonata dos temas principales, la indignación ante la injusticia y el anhelo de ella. Tenido a veces por “el Bruckner francés”, su nombre era Alberico, fue una representación de Tristán e Isolda lo que le empujó a ser músico, y las resonancias wagnerianas de esta rotunda y hermosa composición son evidentes.