Cuando Schuman habló de “longitud celestial” debió advertir que esa sinfonía lograba algo que jamás llego a conseguir el mismo Beethoven en toda su aventura sinfónica: que el espacio real y físico, o el espacio sonoro como distribución de lugares diversos y específicos, cada uno de los cuales podía servir de disparadero de una determinada opción tonal diferenciada, se movilizase de pronto, de manera que la amplitud que se alcanzaba fuese de tal calibre que el recorrido argumental del movimiento pareciera componer una suerte de polifonía estereofónica.
Como si de arriba, de abajo, de este o aquel rincón, o de esta o de aquella callejuela -que desemboca al fin en la misma plaza o ágora- surgiera de pronto una nueva versión del mismo cortejo trágico. Una especie de “Revelge” mahleriano avant la lettre, solo que en registro épico, aunque matizado por la ironía trágica. Pero no desbordado -como en Gustav Mahler- hacia el sarcasmo evocador de desgarradoras fantasías macabras de la guerra de los Treinta Años.
Un cortejo en el que se expresase -a través del paso procesional- la conjunción de éros y thánatos que el Destino trae consigo. Y ello a través de la extraordinaria frase iniciada con las cuatro notas blancas en staccato que dan testimonio semántico de la presencia de la Muerte. Y que a partir de ellas se expande a través de ascensos y descensos en los que, de nuevo, se retoman siempre esas cuatro notas insistentes, tremendas, obsesivas.
En alemán la Muerte es masculina, Der Tod, y evoca una figura viril. Como varón requería su comprensión y mostraba su benevolencia al muchacho (Der Jüngling) o a la doncella (Das Madchen). Solo que en un estilo lirico. Y no en esta modalidad grandiosa, épica, pero no exenta de ironía y de humor de alta comedia, como aquel en el que aparece en el segundo tema de este finale de La Grande.
En él parece comentarse y variarse la impresionante frase inicial de la sinfonía, cantada por los instrumentos de viento. Una frase inicial que es, de hecho, un tema susceptible de mutaciones y metamorfosis, (…) Y que encontramos, desplegada, en el tema primero del allegro, y en cierto modo se halla latente en el material temático de toda la sinfonía.
El sentido final de ese movimiento grandioso que clausura la Sinfonía en do mayor, «La Grande≫, no es en absoluto desalentador. Todo lo contrario. Esa es la magnanimidad propia de la inteligencia ética y estética de Schubert. Su anclaje en lo más solido del clasicismo, con su sentido de la proporción, con su firmeza en la forma sonata, mantiene un carácter de Gran Estilo en el cual la fuerza épica parece suscitar una verdadera afirmación en la alegría trágica: la que asume y acepta un destino que es, por lo demás, inexorable.
La muerte incuba sus huevos de perdición sobre las rutas y los caminos, pero así mismo constituye un reclamo, un acicate: el que condujo a este compositor a extremar sus fuerzas creadoras hasta agotarlas -y agotarse- en los tres últimos años de su labor de composición.
La muerte puede ser apacible. No viene a juzgar ni a castigar. Puede incluso ser querida y deseada (Asi en la canción con letra de Schiller «Grupo desde el Tartaro«.) (…) La muerte se agita en forma convulsiva y atonal, o chirria de modo tenebroso en la más cruel de las muertes (…) ( asi en la borrascosa pagina musical del Crucifixus sub Pontio Pilato de la impresionante Misa en mi bemol mayor.) La muerte, como el ser, como la verdad, como el destino, como el propio Mysterium Magnum personificado en Dios (o en los Dioses), se dice de muchas maneras, se enuncia y predica de muchos modos, tantos como categorías referidas a lo que es, o a lo que existe y subsiste. Puede ser pensada de manera épica, trágica. Puede suscitar anhelo (de reposo, de Gran Paz). Puede promover rebelión, protesta (como en la joven doncella). O puede también sugerir recogida veneración, o asombro y fascinación por su carácter sagrado, así en Lázaro. (…) O puede alentar una conjunción simbólica con las fuerzas épicas de la vida, y con el inexorable destino, mostrando su forma más grandiosa (asi en el cortejo procesional que enuncia el segundo tema del finale de la Sinfonía en do mayor, «La Grande»). Un símbolo encarnado en el que éros y tánatos hallan al fin una forma de conjugarse. O de promover una majestuosa marcha por las inmediaciones del límite: en ese umbral de ser y sentido que es, desde luego, la muerte.
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Aquí se nos ha puesto Trías muy de lo suyo, o sea, filosófico. Vuela alto, y hay poco de vuelo rasante. Una preciosa sinfonía. Si se ejecuta con todas las repeticiones marcadas se hace demasiado extensa. Esto es particularmente detectable en el último movimiento, de excesiva duración y demasiadas repeticiones. He tenido experiencias diversas en los auditorios con esta obra: unas veces he salido satisfecho y en otras su último movimiento me ha resultado francamente tedioso, estropeando las buenas sensaciones de los anteriores movimientos.
Bueno, se acabó el Schubert de Trías, bastante retórico para mi gusto. A ver qué tal el siguiente, Mendelssohn