¡Hasta aquí hemos llegado, príncipe!

Se inicia el último movimiento y la sinfonía progresa según los cánones clásicos. Sin embargo, tras un vigoroso presto al que debería seguir la reexposición del tema principal, se produce un silencio anormal, excesivo. Un silencio que se rompe con un adagio que nada tiene que ver con lo escuchado anteriormente, y ni mucho menos tiene un encaje lógico en la estructura de una sinfonía clásica. Pero lo que en otro compositor contemporáneo podría sonar extraño no lo era en su caso. ¿Por qué? Pues porque era frecuente en él hacer gala de un gran sentido del humor en sus composiciones: en muchas de sus partituras nos topamos con pequeños fragmentos o células musicales (una sola nota, o un par de acordes, y hasta con obsesionantes ostinatos) muy peculiares, aislados completamente del carácter general de la composición y que pueden sonar extravagantes o frívolos unas veces, sorprendentemente serios o trascendentes otras. ¿Era tal vez un recurso con el fín de destensar la presión del “sturm und drang” por el que sentía gran apego en la creación de muchas de sus obras?

Por supuesto ni la audiencia, ni el mismísimo príncipe quedaron desconcertados por tan abrupto cambio en fondo y forma en el corazón mismo del movimiento: en la tonalidad, en el tema, en el compás, en el tempo, en el carácter: “…cosas del maestro…” debieron pensar con cierta sorna. Y bien seguro pensaron eso ya que el público que asistía a los conciertos y óperas en cualquiera de las numerosas mansiones y palacios del príncipe era el de siempre: miembros de su corte, sirvientes, criados y demás personal al servicio del príncipe (y familia). Por tanto, conocían muy bien la propensión a ciertas boutades musicales de su querido kapellmeister. Hay que destacar que lo del cambio de tonalidad no es una cuestión menor. No por el efecto que produce (un recurso efectista muy habitual), sino por la tonalidad escogida: fa sostenido menor. Resulta que en aquella época esta tonalidad (así como también la de fa sostenido mayor) eran casi anatema y los compositores las evitaban tanto como podían. Su sonoridad es sorda y poco vibrante, poco amable para el oído en definitiva. Pero nada, absolutamente nada era casual en tan extraño desarrollo de una sinfonía llamada a concluir de la manera más ortodoxa. Y es que el adagio, con el que se iniciaba tan larga y sorprendente coda, obedecía a un plan.

El ambiente de la sala se iba poniendo tenso para el público y enrarecido para el príncipe a medida que, una vez iniciado el inesperado adagio y después de interpretar cada solista de sección una variación del tema principal compuesta específicamente para su instrumento, este se levanta, apaga la candela del atril y se marcha con cara de pocos amigos. Y así uno tras otro. Y cada nueva variación suena más lenta, más pesada, como dando a entender cierto hartazgo y el deseo de acabar con un suplicio. Y así hasta quedar solitos concertino y director, ambos tocando el violín con sordina para hurgar más en la herida. Acto seguido, también ellos dos se largan. Ahora sí la audiencia queda estupefacta, no solo por lo escuchado, sino por lo que, atónitos, han visto con sus propios ojos. Toda la audiencia menos…menos el príncipe. El príncipe, que además de noble era inteligente, sí intuye lo que está pasando. No le hacía falta ni ver como el maestro, de manera un tanto arriesgada, había sentenciado el final de la partitura con un “nichts mehr” (“nada más”) de su puño y letra. Vamos, algo muy parecido a…“hasta aquí hemos llegado, príncipe!”.

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2 respuestas a ¡Hasta aquí hemos llegado, príncipe!

  1. José Luis dijo:

    Magnífico trabajo.Pero Hasta aqui hemos llegado, señor director

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