
Scaramouche
En 1909, en pleno período de sequía compositiva, Sibelius escribió, con acompañamiento de piano o guitarra (!) (primera y última vez), un par de canciones escénicas para la Noche de Reyes («The Twelfth Night») de Shakespeare, Aléjate muerte, hoy habitual en los recitales de sus canciones, y Tralalá, el viento y la lluvia, que si bien no son propiamente música incidental, se incluyen a menudo en esa categoría por su relación con el teatro.
La que sí lo es plenamente es la música para un par de escenas de Lagarto (Ödlan), drama simbolista de un compatriota coetáneo llamado Mikael Lybeck sobre el triángulo amoroso entre un hombre, el bien y el mal, que apasionó al músico y le llevó a intentar dar lo mejor de sí mismo. Compuesta ese mismo año para violín y «no más de ocho cuerdas» (que se situaron tras el escenario), para Sibelius resultó «una de mis más exquisitas obras», y aunque reconociera luego que era «imposible en cualquier lugar que no sea un teatro» se trata de una pieza casi tan fascinante como finalmente desconocida.
Dos años después, 1911, Sibelius trabaja de nuevo para su amigo Adolf Paul, con una discreta Marcha Nupcial para su obra El lenguaje de los pájaros. Parece ser que no sabía nada del argumento.
Scaramouche fue una pesadilla para Sibelius. Firmó el acuerdo para colaborar en esa pantomima de un danés llamado Poul Knudsen pensando que iban a ser un par o tres de escenas de danza, y se encontró con veintiuna y más de una hora de música acompañando la pieza de cabo a rabo. Luego, la trama argumental, protagonizada por un siniestro enano jorobado poseedor de una viola mágica, resultó ser un flojo plagio de una pieza del austríaco Arthur Schnitzler (el autor del Relato soñado que Kubrick llevó a la pantalla en Eyes wide shut), que, para acabar de arreglarlo, incluía partes habladas, algo inusual en una pantomima y una dificultad añadida para el trabajo de Sibelius. Finalmente, al año enviaba la partitura al director: «He tenido que trabajar mucho y darle muchas vueltas para lograr algo bueno. Tal como ha quedado, creo que tendrá éxito»
Se estrenó diez años después, en 1923, en sonora ausencia del compositor. La crítica se ensañó con Knudsen pero ensalzó la partitura de Sibelius, «rica en inventiva, de una radiante fantasía y un sincero y conmovedor lirismo» así como su capacidad para obtener grandes efectos con una pequeña orquesta. Hoy, la crítica se muestra por lo general ambivalente, pero el hecho es que la obra no se programa. Su duración (sin interrupción alguna) y la vinculación al libreto pesan mucho, pero nadie discute la calidad de muchos de sus pasajes, algunos arreglados para ser interpretados independientemente por el propio Sibelius o con posterioridad.
Por encargo del Teatro nacional, Sibelius compuso en 1916 música de escena para Jokamies («Cualquiera»), versión finlandesa de Jedermann, una suerte de auto sacramental con personajes alegóricos como la Muerte, las Buenas Obras, la Fe, el Demonio y el Mammon. Obra de Hugo von Hofmannsthal, el conocido libretista de Richard Strauss, esta es la moralizante «escena teatral sobre la muerte del hombre rico» que, desde su primera edición, abre cada año el festival de Salzburgo ante las escalinatas de su catedral, representada generalmente por actores de renombre internacional. Pero no utiliza la música de Sibelius, que ha permanecido olvidada hasta hace bien poco, a pesar de su gran nivel. Y si con la música incidental que había compuesto hasta entonces ya podía hacernos pensar hoy en lo buen autor de bandas sonoras que hubiese sido, con Jokamies hizo explícita su intención: la música tenía que sincronizarse con las palabras y con la acción.
Dos de los dieciséis números de esta obra para solistas vocales, coro y orquesta (con piano y órgano)
bastan para poner de manifiesto el gran interés de esta obra, que sin duda sería mucho más conocida y apreciada si Sibelius hubiese extraído de ella alguna suite o pieza orquestal independiente.
Finalmente, en 1926, su labor en este campo culminaría (en todos los sentidos) con la música para La tempestad de Shakespeare, treinta y cuatro números magníficamente adaptados al texto y de una espectacular riqueza expresionista, de los que derivarían no una sino dos fantásticas suites además de un preludio, que se cuentan entre lo mejor de toda la producción del gran compositor finés, una de las últimas antes de su largo silencio.
El citado preludio, «el pasaje musical más onomatopéyico jamás compuesto»
y el gozoso ensayo
de una música que, de estar firmada por John Williams, sería objeto de culto.