Hace 200 años, en el (para nosotros) glorioso 1824 del Rosamunde, de La muerte y la doncella, del Octeto y de la Arpeggione, Schubert componía cosas de una ingenuidad tan desarmante como la de estos Landler (D 366)
o tan cercanas y emocionantes como la Melodía húngara (D 817)