La madre siempre termina en Wagner perdiéndose en las brumas legendarias de aquel misterio que nimba de irrealidad fascinante todo origen. Lo matricial es en los héroes wagnerianos objeto de angustiosa quéte. Pesquisa indescifrable del héroe que no conoce el miedo, o que no lo conoce al ignorar toda referencia a la madre (así Siegfried). Y que inicia su formación en la ansiedad y en la angustia cuando, a través de incitantes mensajeros, en el embrujo de cuento de hadas de los murmullos selváticos, se le van entregando las pistas necesarias que conducen al descomunal descubrimiento. Allí aparece siempre, como volverá a sucederle a Parsifal con Kundry, una posible futura esposa o amante que, sin embargo, fue contemporánea de su madre, o hasta confidente y protectora de ésta, o testigo de sus desgracias (Brünnhilde).
Du wonniges Kind! Deine Mutter kehrt dir nicht wieder. Du selbst bin ich, wenn du mich Selige liebst. Was du nicht weißt, weiß ich für dich, doch wissend bin ich nur, weil ich dich liebe! O Siegfried! Siegfried! Siegendes Licht! Dich liebt’ ich immer; denn mir allein erdünkte Wotans Gedanke: de Gedanke, den ich nie nennen durfte; den ich nicht dachte, sondern nur fühlte; für den ich focht, kämpfte und stritt; für den ich trotzte dem, der ihn dachte; für den ich büßte, Strafe mich band, weil ich nicht ihn dachte und nur empfand!… Denn der Gedanke dürftest du’s lösen! mir war er nur Liebe zu dir! |
¡Oh, tierno hijo! Tu madre no volverá más. Pero si para dicha mía me amas, yo lo seré para ti. Lo que tú ignoras yo lo sé por ti, pero el origen de mi ciencia proviene de que te amo. ¡Oh, Sigfrido! ¡Sigfrido! ¡Luz victoriosa! Siempre te amé a ti. Pues sólo yo adiviné el pensamiento de Wotan, presentí su propósito que nunca pude expresar ni precisar, por él me batí, luché y combatí, por él hice frente a quien lo concibió; por él fui castigada y debí expiar la pena. Aquello que no concebí y tan sólo adiviné, si supieras descifrar ese recóndito propósito encontrarías que sólo fue amor hacia ti. |
Hay, pues, un corrimiento generacional que, por magia de la leyenda, no deriva en deterioro físico. La mujer se entrega con todas sus galas de juventud esplendorosa. Pero es también la madre misma, o un doble de ésta, conocedora de todas las vicisitudes de la gestación, nacimiento e infancia del joven en búsqueda de su perdida identidad, la que en esa requisitoria amorosa hace acto de presencia.
Nietzsche quiere asestar un golpe definitivo al histerismo de época de las mujeres wagnerianas, que sin duda componían un nuevo espécimen femenino en el paisaje del Reich alemán recién constituido. Tanto más en el santuario de Bayreuth. Pero la grandeza del modelo sobrepasa las malas copias, o las réplicas mezquinas. Un hermoso carácter (complejo en su histerismo visionario) como el de Sieglinde nada tiene que ver con esas «preciosas ridículas» que Nietzsche estigmatiza. Tampoco la magna creación de Flaubert, Madame Bovary, queda cuestionada por todos los comportamientos que supo sintetizar.
En Wagner la sexualidad, con sus diferencias de género y especie, se muestra en forma siempre ambigua, atestiguando el carácter «perverso y polimorfo» con el cual definió Freud la libido. Esparce sus aromas, sus ansias, sus gemidos y sus desvelos a lo largo y ancho de la geografía musical de este gran paisaje dramático repleto de personajes de carne y hueso que compone el abigarrado mundo de los dramas musicales wagnerianos.
Todo él transpira esa palabra con la que Thomas Mann compendia ese universo (y la repite tres veces): sensualidad, sensualidad, sensualidad. Con eso quiere decirse: una voluptuosidad que tiene también por prioridad la incursión en lo ilícito, prohibido y tentador. O en un juego de riesgo y de misterio en el que siempre sobrevuela la muerte. Y en donde la llamada del origen, o del oscuro fondo matricial, es siempre determinante.
Eso sucede en todos los dramas musicales; no solo en aquellos en que el amor-pasión es su obligado motivo. En Tristán e Isolda eso es patente a través de la noche de amor y su sexualidad transfigurada. Allí se hace del amor-pasión una nueva religión, con su ritual de pasaje escalonado, sus pruebas y sus progresos, y finalmente su proclamada consagración, hasta culminar con la prueba final, mortal: la que conduce a la fusión de los amantes (en unión de vida y muerte, o de amor y muerte).
Esa fusión hace posible la definitiva ruina de la cópula unitiva, a la vez conjunción y disyunción, que une y separa a Tristán y a Isolda, la conjunción copulativa «y» (und), último rescoldo del Velo de Maya, o de la Ilusión de las representaciones diurnas. Se accede así, como en toda ceremonia de iniciación, hasta el Altar Mayor de la Noche transfigurada, en la que se asiste, como ya presagió Novalis, a las nupcias de la vida y de la muerte: vida resucitada, muerte anhelada.
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