La forma sonata, tal como cuaja y cristaliza sobre todo en el allegro de sonata en el estilo clásico, en Haydn, en Mozart y en Beethoven, sería quizá la forma musical que del mejor modo responde y corresponde a esa idea regulativa de “organismo viviente”, capaz de superar una simple hilatura rapsódica de danzas, como la suite barroca, o una mecánica contraposición de concertino y ripieno, como en los concerti grossi.
La idea de organismo presupone algo más que la subordinación de las partes al todo. Implica que las partes son, a su vez, reflejos singularizados de la totalidad. Todas las partes del movimiento allegro de sonata, la exposición, el desarrollo, la recapitulación y la coda, o los movimientos primero, segundo, tercero y cuarto de la composición tomada en su conjunto, poseen intrínseca necesidad y exigencia. Nadie puede decir que un movimiento es más significativo que los demás, por mucho que alguno pueda tener cierto carácter de intermezzo, o de movimiento bailable. Si no están compensados y equilibrados la obra revela una carencia e insuficiencia “orgánica” o “sistemática”.
Se está, con ello, definiendo la forma sonata según la interpretación peculiar que de ésta hace Beethoven en su estilo heroico. Ludwig van Beethoven introduce una doble novedad: una integración sistemática de todos los componentes de la pieza, desde el primero al último compás; y una dramatización de esa misma forma sonata de tal índole que sus estructuras formales, sus jerarquías tonales, sus claroscuros instrumentales y sus contrastes temáticos y motívicos sirvan, como es canónico en su estilo heroico, para hacer uso de todo ello, y contar o relatar, de forma plenamente dramatizada, un argumento singular (en el que no es casual que se adivine o barrunte un programa oculto o esotérico).