Dios Padre, el creador, el demiurgo de la forma sonata, del cuarteto de cuerda y de la sinfonía en sentido moderno. Y que no por azar escribió al final de su vida un oratorio que simbolizaba ese carácter de primera persona o primera hipostasis trinitaria, cuya tarea principal consiste en ordenar el Mundo librándolo del Caos ,o en crearlo a través de la palabra creadora como cumplimiento del mandato: “!Hágase la luz!”.
Joseph Haydn murió sin poder realizar el tríptico entero de ese relato. El oratorio El Juicio Final con el que quería completar sus dos grandes oratorios, La Creación y Las estaciones, subsistió solo como propósito que no pudo realizarse.
A Dios Padre (o a Papa Haydn, como se le llamaba cariñosamente) le siguió el Hijo amantísimo, el músico que fue siempre Hijo, que vivió los años de rigor en este mundo (treinta y cinco años, en su caso), sobreviviendo apenas cuatro años a su Prometeo y Pigmalión: ese Padre por antonomasia que fue Leopold Mozart, tras cuya desaparición sobrellevo como pudo su indefensa orfandad. Los años justos en que pudo realizar una de las más fecundas y asombrosas proezas musicales de todos los tiempos, en la que se consumió y agotó la frágil existencia corporal de ese paradigma de genio que lo es en sí (y para nosotros) -para decirlo en terminología hegeliana-, o en pura inconsciencia creadora, pero no lo es para sí.
Inmolado en el altar del sacrificio de la cruel Viena contemporánea, compone la segunda hipóstasis del Credo, solo que en su comparecencia terrestre, en la modulación hacia el Incarnatus est, y hacia el inquietante Crucifixus, esta vez no sub Pontio Pilato, sino en el calvario y la francachela de un frio otoño huracanado en el que el mal tiempo y las gripes epidémicas segaron de cuajo, en el instante menos previsible, una vida que comenzaba a remontar el infortunio que desde el fatídico annus horribilis 1788 llevaba viviendo.
Y Ludwig van Beethoven es la tercera persona: la que acerca esta trama ontológico-musical con la comunidad espiritual, o con el Weltgeist [Espíritu del mundo]. Se comulga con la humanidad en su conjunto, en copula amorosa, a la voz del himno que pide: “!Abrazaos, millones!”. Ahora el héroe no es Dios Padre creador, ni tampoco su Hijo amantísimo (Idamante, en la ópera mozartiana Idomeneo) o descarriado (Don Giovanni). Ahora el héroe es el Hombre, criatura mortal nacida de manos del Titan Prometeo. El Hombre, en su forma ideal, como Artista y como Genio: el propio creador, Ludwig van.
Solo que no hay tres sin cuatro. O no hay trinidad que no postule siempre un cuarto: el que revela, junto a la apoteosis del Héroe, también el extravío y la derrota, o el viaje sin remisión en pleno invierno. Franz Schubert.
«Para mi viaje no puedo elegir el momento. Debo hallar mi senda en la oscuridad. Una sombra vaga a la luz de la luna. Es mi compañera. Y en los blancos campos veo huellas de animales salvajes.»
Los cuatro son voces únicas, singulares, igualmente relevantes en su estilo y modo específico y peculiar.
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Y esta fue la primera, hubo una también célebre segunda. Grande Viena, creando escuela! 🙂
Y el pan
de Viena